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15 agosto 2011

Viaje al Centro de la Psique

# 7
¡Le tengo miedo a la policía!
PorRodríguez


No sé por qué pero es inmediato. Si un agente o patrullero se posiciona por “x” razón cerca mío, empiezo a experimentar cierto malestar. Una mezcla de incomodidad con impotencia, o algo similar, y finalmente miedo.
Miedo, miedo del más puro y primitivo.
Ese miedo que hiela la sangre y cuello. Como cuando vemos una buena película de terror o de suspenso extremo. Ese miedo sugestivo. Insoportable.

Supongamos que manejo tranquilamente. Voy a una velocidad normal y con una actitud calma. Estoy totalmente sobrio y en mi portadocumentos tengo, al día, todos los requisitos que la ley exige para circular. Son, supongamos, las 4 de la tarde. Me detengo en un semáforo rojo, antes de la senda peatonal, como Dios manda. Y un patrullero, sigilosamente, se detiene justo al lado mío. Yo revoleo la vista y cuando entiendo que se trata de un servidor de la ley, el oficial del lado del acompañante me mira. Nos miramos. Cruzamos miradas. ¿Se entiende?
Listo, ya está, suficiente. ¿No sé por qué? si tengo todo en regla, pero igual me pongo tan incómodo que empiezo a moverme. El oficial sigue mirándome. Quizá el auto sea medio “tumba”, quizá tenga una cara sospechosa, o la barba no sea de confiar. No sé.
Pero con mis movimientos intento mostrar calma. Me hago el relajado, el que no pasa nada. Pero se nota más (o eso creo yo). Intento sacar todo el brazo por la ventanilla, como lo hacen los taxistas, pero queda forzado. Decido mirar al oficial con la lógica: “Como no tengo nada que ocultar te miro, todo bien”. Pero el oficial ni se mosquea, sigue en sus cosas. Entonces le sonrío exageradamente a la nada, miro hacia delante, tomo el volante con ambas manos; intento cantar una canción en mi estéreo imaginario (desde que me lo robaron nunca lo repuse), pero nada. El semáforo sigue rojo, es el rojo más largo de toda mi vida. Vuelvo a mirar al patrullero, ahora los oficiales parecen hablar. Bajo la ventanilla nuevamente, el oficial me mira y yo esbozo un bostezo ficticio. Me sale mal, parezco un pésimo actor, se me ven los hilos. Ese bostezo es el peor actuado en la historia de los bostezos actuados. No aguanto más, pienso en la posibilidad de hablarles, de decirles algo, cualquier cosa. No soporto más esta situación incómoda. Siento que me van a detener, que me van a llevar por averiguación de antecedentes y que, por un traspapeleo, me van a dejar en el calabozo. Encerrado, sin siquiera el derecho a una “llamada”. Pienso; “siempre pasan en rojo y hoy, ahora, justo cuando están al lado mío, deciden respetar la ley”. Es absurdo. Sólo a mi me pasa algo así.
Finalmente el patrullero arranca ante el amarillo-verde y yo improviso un saludo con las cejas que, por suerte, no ven. No pasan dos segundos que el auto de atrás mío me propina una sarta de bocinazos. Yo me disculpo levantando una mano, pongo primera y salgo a una velocidad extremadamente lenta, como para mantenerme lejos del patrullero. El auto de atrás me repasa y me grita: “Dale nabo”. Y yo para concluir este bochornoso momento lo saludo amablemente con la mano.
Me odio.
A la media cuadra el patrullero enciende sus sirenas y sale a toda velocidad. Por un instante pienso que pensaron, que recapacitaron: soy realmente sospechoso y viene por mí. Pero no, siguen de largo, y yo al fin puedo respirar tranquilo.

No hay nada peor para un inocente que tener que explicar su inocencia. Que patético Dios mío.

Ya saben, si tiene algún amigo policía por favor no lo inviten a mi próximo cumpleaños. Y para el que estaba considerando un uniforme de policía para la próxima fiesta de disfraces, ya puede ir cambiando de parecer.


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