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24 abril 2014

¡Llegaron los libros!

Finalmente salieron de imprenta dos trabajos nuevos de Bigote Falso Editorial.

“Jumper”, un bello libro-objeto de cuentos de Alejandrina Bujalis

“Periodismo pop”, libro que recopila las mejores notas del pulpo, Hernán Panessi.

Acá pueden ver los puntos de venta que hay por ahora de Periodismo pop:
https://www.facebook.com/media/set/?set=a.691598014239476.1073741844.430799583652655&type=3  

Y "Jumper" por ahora en: 

La Libre
Bolivar 646
4343-5328
http://lalibrearteylibros.wordpress.com/



No estaremos cambiando el mundo, pero hacemos libros.
¡Alegría y pitucones para todos!






20 abril 2014

El Forastero #12 - El Final

12

Esto no da para más. Nos acercamos, entonces, a algo parecido a un final. A una especie de desenlace.

Mi estadía en el mini-mercado de la estación de servicio estaba acabada. Me sentía un espía sin misión, un detective sin caso, me aburría, debía cambiar de lugar. Quizás dormir un rato. Arrastré los imanes y los folletos de locales que estaban sobre la mesa con el brazo y los dejé caer en la bolsa de nylon. Era triste como se veía el plano ahora sin los imanes y folletos, sólo las líneas que había hecho en birome, yermas, baldías. Me quedé un segundo mirando ese mapa, lo que quedaba de él. Ese barrio ahora fantasma, esas tierras olvidadas. Me abstraje completamente. Miré la bolsa cargada de cosas, de papeles, y pensé algo loco, no me juzguen. Bah, si lo hacen me chupa un huevo, piensen lo que quieran. Allá ustedes, acá yo. Pensé que había una sola solución para ese estado. Ese estado que traía desde hacía un tiempo. Había un único desenlace para ese plano dibujado en la mesa del mini-mercado, para ese barrio ficticio: El fuego.
Solo las llamas de ese Dios de dioses podrían limpiar quién sabe qué cosa. Debía arder, debíamos arder. Pará, no me malinterpreten, mi intención era prender fuego los imanes y los folletos, nada más. Y eso estaba dispuesto a hacer. Volví a poner cada papel de cada local en su lugar, sobre la mesa. Uno a uno. Y el mundo volvió, el barrio resurgió como el Ave Fénix. Rearmé el plano completo, el barrio. Otra vez, ahí estaba. Relucía de una salud de mierda. El barrio “Proyecto F. Coppernico” estaba quizás en su esplendor. Levanté la vista a “la chica que estudia”, estudiaba, llevé los ojos a la cajera, y estaba tomando mate, (había que pasar toda la noche ahí). Volví a mis cosas, a mi barrio personal, lo miré, busqué en la bolsa de nylon, revolví papeles de todos los tamaños, tickets, entradas de cine viejas, mis agendas pocket de otros años de mí colección, un cuaderno y en el fondo una caja de fósforos grande, de cocina. La abrí y se me cayeron todos los fosfores encima, y otros fueron al piso. De un segundo a otro, todo era un mar de fósforos. Miré a “la chica que estudia” que me miraba, me agaché tan rápido que creo que dejé una estela como en los dibujitos animados y los empecé a juntar. Mientras lo hacía, miré de ahí abajo a “la chica que estudia” y ya no me miraba. Ya estaba una vez más en los libros, pero como sabiendo que la estaba mirando. Sabiendo de su condición de mina linda. No hay nada más deserotizante que una mina en pose de “sé que soy linda”. ¡Tomatelá!
Me erguí, miré a la cajera que atendía a un cliente apurado por seguir camino. No sé qué esperaba con todo esto, no sé qué pensaba, sólo sabía que el barrio, mi barrio, debía arder ahí mismo, sin más. Le di mecha a un fósforo y lo dejé caer sobre la mesa. No pasó nada. Prendí otro, lo dejé caer, y más que marcar un poquito la mesa no hizo. Ahí la atención de “la chica que estudia” se centró en mí. Yo tapé el fósforo con la mano. Pero el humo no lo pude disimular. “La chica que estudia” miró a la cajera, luego a mí sin entender qué pasaba. Volví a repetir la acción, pero con tres fósforos juntos, y esta vez no lo dejé caer, los acerqué a un volante, luego a otro y a otro, y a un imán. En él lo dejé un tiempo prudencial y para mi sorpresa, ¡el imán agarró! “La chica que estudia” en shock miró el fuego, miró a la cajera, me miró a mí. Yo estaba con lo mío, miraba el fuego, miraba mi obra, mi creación. El fuego era mío. El barrio ardía. “La chica que estudia” ya asustada miró a la cajera, que de entre las góndolas vio una luz, algo raro, yo quieto, inmóvil, mirando fijo el fuego que se hacía más grande. La cajera miró a “la chica que estudia”, descolocada. Para mí el tiempo se había desvanecido, se había diluido. Hasta que, ya casi encima mío, la cajera decidida disparó:
—¿Qué es eso, flaco?
Yo reaccioné y me puse de pie como cuando dormido en el colegio te llamaban para que sigas leyendo o algo, y otra vez en mí, (o casi) tomé dimensión y sabía que había que apagar ese fuego que hasta el momento no era grave. Giré apenas hacía el lado que venía la cajera y mi bolsa de nylon, que colgaba de mi muñeca, atravesó el campo minado. Y agarró enseguida, una llamarada de lava salía de mi brazo, intenté sacármela, pero no podía, la cajera que cambió su cara de enojo y desconcierto a preocupación ciudadana, salió corriendo a buscar algo para apagarme. “La chica que estudia” se paró, y miraba sin decir ni hacer nada. Yo agitaba el brazo, aleteaba para sacarme la bola de fuego de encima, la cajera vino corriendo con un secador, me estaba midiendo, es decir, a la bolsa, pero no se animaba, yo me movía, saltaba, movía el brazo, hasta que:
—¡Pará! Quedate quieto un segundo, no te muevas.— me dijo.
Me miró, la miré, su claridad me dio confianza, seguridad. Dejé de mover el brazo, ella apuntó y de un solo y certero golpe voló la bolsa a la mierda. Fue un cuadrangular. La bola de fuego voló a la otra punta del mini-mercado como un meteorito cayendo a la tierra. Me miró, la miré, fue un segundo de alivio. Un segundo nomás, porque la mesa seguía prendida fuego. Tomé mi campera de gimnasia para ahogar el fuego, al barrio que ardía. Pero era una campera de nylon, me arrepentí. Vi que en el piso estaba mi cuaderno medio chamuscado que se había caído de la bolsa en llamas, lo tomé y con golpes secos, empecé a apagarlo. La cajera, con el secador en la mano, empezó a pegarle también con la parte de la goma, y tirando al piso los papeles encendidos, los pisaba. Yo por un segundo pensé: El barrio se extingue, el barrio ya no existe más. “La chica que estudia” miraba. Miraba con el resaltador fosforescente en la mano. Cuando ya teníamos medianamente controlado el asunto, “la chica que estudia” dice: “Allá hay más”.
Los dos mirábamos a “la chica que estudia” descolocados, y agotados, luego a dónde nos indicaba. Atrás de una góndola, una luz encandecía, Nos movimos, ya reconociéndonos como un equipo, y lo evidente, la bolsa de nylon hecha una furia de fuego había impactado sobre otra góndola y ya ardían en comunión: La bolsa; barras de cereal; chicitos; sugus confitados, esos de caja de cartón; la góndola entera. Miramos el fuego, y actuamos.
—¿Dónde está el matafuegos?— dije yo.
La cajera me indicó. Yo corrí. Ella le dijo a “la chica que estudia” que llame a los bomberos.
—¿Cuál es el número?, no tengo idea— dijo “la chica que estudia”.
La cajera se movía rápido.
—No sé, flaca, el 911.
La cajera salió del mini-mercado en busca del playero. Yo corrí con el matafuegos y comencé con la tarea. Ya había mucho humo. Humo negro de los plásticos y los chicitos, y después humo blanco del matafuego por todos lados. Y en el medio, el fuego, el fuego seguía vivo. La cajera ingresó diciendo que el playero estaba dormido en un cuartito y no se despertaba, pero no venía con las manos vacías, traía un balde con arena, lo tiró sobre la llamarada, lo logró ahogar un poco, pero no fue suficiente. Yo le pregunté a “la chica que estudia” si había llamado a los bomberos, ella dijo que no se podía comunicar, que estaba intentando. En ese mar de llamas alcancé a ver una de mis agendas encendida al rojo vivo. Vi como las llamas que intentábamos combatir estaban haciendo una justicia no pedida, una justicia casual, una justicia personal. Vi: martes 14 de septiembre de 2002, vi mi letra caótica, vi el listado de cosas que hice aquel día, la hoja abarrotada de palabras, vi como ese día desaparecía, se extinguía. Mis ojos brillosos reflejaban las llamas. Ya en el ambiente se veía poco. La cajera me agarró de la mano y me dijo que debíamos salir, que ya no había nada por hacer.
Yo me dejé llevar pero la puerta automática no. Se había cortado la luz, se había activado la luz de emergencia, y una fina lluvia caía del techo. Pero las puertas no se abrían. Las puertas se habían empacado.
“La chica que estudia” comenzó a gritar, que íbamos a explotar, que nos abrieran la puerta. No aportaba nada gritando, ni poniéndose histérica pero tenía razón. Íbamos a explotar, estábamos en una estación de servicio rodeados de nafa. Estábamos parados sobre una bomba, nosotros éramos La Bomba.
El playero se despertó y salió de su cuartito, era petizo y con una panza redonda. Miraba sin entender nada. Nos miraba a nosotros del lado de adentro, con las puertas de vidrio de por medio. La cajera y “la chica que estudia” intentaban abrir la puerta con las manos. El humo envolvía todo el mini-mercado. Las puertas pesadas no cedían. Apenas se entreabrían un centímetro. Suficiente para que la cajera y “la chica que estudia” apoyaran la boca para tomar grandes bocanadas de aire limpio. Cabe decir que había una puerta de emergencias pero que estaba tapada por una enorme pila de bolsas de carbón.
Yo miré un segundo la situación, miré a mi alrededor, humo, humo y más humo, me até la campera en la cara y me interné en lo desconocido, en la selva, en el impenetrable. El playero se había sumado a la tarea del lado de afuera, y en eso, la cajera notó que faltaban unos manos. Las manos de “la chica que estudia”. Miró hacia abajo, como pudo y efectivamente, “la chica que estudia” estaba desmayada. Ella que tampoco podía más, se arrodilló, no por su voluntad, sino que fue el humo quién tomó esa decisión. El playero empezó a golpear la puerta con el puño cerrado torpemente, inútil. En ese momento me acerqué yo con una silla en las manos. El que fue alguna vez a estos mini-mercados recuerda lo pesadas que son. Miré a la cajera que me miraba sin mirarme, y le enseñé lo que debíamos hacer. Movimos a “la chica que estudia” a un costado, me desaté la campera y la até en la cara de la cajera, le dije que se quedara ahí. Estaba sentada en el piso. Fui hasta la puerta e hice lo mismo con el playero. Volví a agarrar la silla, tomé cierta distancia y revolee la pesada silla contra las puertas de vidrio con una fuerza desconocida. Las puertas estallaron en mil esquirlas de vidrios que volaron por el aire. El mismo aire que entró al mini-mercado, el mismo aire que entró a mis pulmones. Volví a buscar a las chicas, la cajera seguía sentada, medio perdida, la paré y apenas le indiqué que caminara hacia fuera. Enseguida entró el playero, tomamos de los pies y axilas a “la chica que estudia” y la sacamos. El peligro no había pasado, el peligro estaba más presente que nunca. Teníamos que correr, teníamos que salir de ahí. Alejarnos lo más posible. Eso hicimos. Corrimos. La cajera lo hacía como podía, el playero y yo llevando en andas a “la chica que estudia”. Nos alejamos unos 50 metros. Y en eso sentí, de espaldas a la estación de servicio, una de las cosas más fuertes de mi vida: la estación de servicio explotó. El cuerpo nos retumbó por adentro. Cada una de las tripas vibró por la onda expansiva. No quiero exagerar pero sentí como una fuerza me empujó hacia delante varios metros, como que caminé en el aire. No me caí, como pasa en las películas, sino que me impulsó hacia delante como una combustión de nitrógeno en un auto de carrera de alguna película de acción barata. Vimos como la noche oscura se iluminaba como el más intenso rayo lo hace en una tormenta eléctrica. Fue de día por un segundo. Ya correr era inútil. Lo que había pasado, ya había pasado. Nos detuvimos, dimos media vuelta. Y vimos el espectáculo. Un hongo de fuego rojo y negro nos iluminaba ahora las caras. Se sentía el calor en el cuerpo, en la cara. Como todo el sol de un día de enero a la una de la tarde junto, de un segundo para el otro, directo a tu cara. No hablamos, no nos movimos, no hicimos nada.
    
Enseguida vinieron los bomberos y una ambulancia. “La chica que estudia” fue asistida. Antes de que la lleven al hospital para observación, volvió en sí, estaba bien.
Llegó la policía. Nos interrogó. “La chica que estudia” me echó la culpa. Se armó quilombo, me dijo ‘pelotudo’. Y tenía razón. La policía dijo que debíamos ir a dar declaración pero primero nos tenían que ver los médicos.
La ambulancia con “la chica que estudia” se fue. Vino otra que se encargó de nosotros. Los bomberos estaban luchando contra las llamas que parecían salidas del mismísimo infierno. Estábamos bien. La cajera ya estaba recuperada del todo. Nos querían llevar al hospital pero no hacía falta, nos sentíamos bien.

Estábamos sucios. Agotados. Nos sentamos en el cordón de la vereda. Nos quedamos en silencio. Mirando la nada, mirando la cantidad de vecinos, de curiosos, hasta Crónica ya se había dicho presente.    
Ya estaba amaneciendo. El fuego se había empezado a calmar. Los bomberos lo estaban controlando. En un rato más teníamos que ir a la comisaría a declarar. Yo estaba lejos de mi casa. No tenía tiempo de ir y volver. Me iba a quedar haciendo tiempo en algún bar. Empezamos a caminar. La cajera enfiló para su casa, caminamos juntos. Ella se detuvo, habíamos llegado a su edificio, vivía cerca, lo que había conjeturado hacía un par de horas. La miré, la miré de cerca, no lo había notado antes, era hermosa. Morocha, color café con leche. De pelo corto, sujetado con algunas hebillitas negras. Me sonrió no coqueteando sino esa risa propia de la incomodidad. Era más linda cuando se reía. Se le hacían esos paréntesis en los cachetes. Era hermosa, a simple vista frágil, tímida, pero la fuerza iba por adentro. La noche había sido testigo de eso. Sabía que no vivía por la zona, entonces me invitó a pasar, en menos de una hora teníamos que estar en la comisaría, no antes porque el sub-comisario estaba volviendo de viaje y él mismo nos iba a tomar declaración o algo así. Le dije que no hacía falta que me quedaba por ahí, haciendo tiempo. Insistió. Me dejé llevar, otra vez. Subimos a su departamento. Era chiquito, diminuto. Fue al baño. Me quedé solo en el único ambiente. Miré todo, di vueltas, giré sobre mi eje. Era cálido. Miré una silla repleta de ropa. Miré la cama desecha. Miré unas zapatillas sin marca a un costado. Un televisor 14 pulgadas. Una mesa chica con dos sillas, unas carpetas, unas hojas, cuadernos, libros de estudio. Otra chica que estudia, pensé. Me acerqué, “4 año turno noche”, decía un apunte. Caminé unos pasos. Miré la cocinita más diminuta aún. Dos personas juntas no entraban. Miré la puerta de la heladera, unas facturas a pagar, imanes de delivery y fotos. En una foto estaba con un nene. Hijo de ella no era, no había rastros de que viviera un nene en ese departamento. Otras fotos, ella con amigas, ella con una mujer de unos 60 años (su madre, podría ser), ella sola, en una playa, seria, un día nublado, abrigada. No era autofoto, se la habría sacado una amiga, o un novio. Me gustó estar ahí, me gustó mucho. 
Pensé un segundo en mi actividad de ir a ver departamentos habitados en alquiler. 
Volví al ambiente y ella salió del baño, me dijo que pasara yo si quería lavarme un poco la cara, las manos, que ella tenía hambre, que sino quería desayunar. Le dije que sí. Fui al baño. Me lavé la cara, me miré al espejo, el agua fría era Dios, la veía correr por mi cara. Tenía los ojos rojos. Estaba agotado. Pero extrañamente me sentía bien. Salí y fui directo hacia la cocina, parece que sin hacer ruido porque ella no se dio cuenta que yo estaba ahí. Preparaba el mate y tostaba pan en una tostadora de chapa. La miré sin reportarme desde la puerta. La espié, entonces. La espié un instante. Le miré las manos, los brazos, los codos, la cola, y los pies. Se había descalzado. Le miré la nuca, la parte de la cara que está entre el pómulo y la oreja. Me sentí en desventaja, hice un ruido como para que note mi presencia. Se sobresaltó con una risa fresca. Dijo que ya casi estaban las tostadas. La cocinita no podía alojar a dos personas, era imposible maniobrar sin chocarse, por eso entré.
 

Fin

14 abril 2014

Tres Sacudidas por Cerebrito

Hoy empieza este segmento #ColaboradoresBlogFanpage
Como, mal que nos pese, también somos una revista virtual, vamos a ir posteando diferente material de amigos, acá, en este reducto online para el entretenimiento del abonado. 

HOY: Tres Sacudidas Por Cerebrito.
¡Os disfrutéis!


09 abril 2014

¡Explicame!

Explicame por qué concha los corchos de los vinos no son más de corcho.

*** 

Explicame las mujeres que sienten placer en explotarle los granos a sus novios.

***

Explicame la gente (empleadores) que después de una entrevista de trabajo muy buena onda (hasta con promesas de envío de trabajo) o un intercambio de mails por un proyecto, también buenísima onda (interesadísimos) no te responden más. Nunca más.

***

¡Explicame por qué el whatsapp tiene emoticones de un revolver, un cuchillo, una jeringa, una bolsa con el signo $!


02 abril 2014

Los Conjeturadores

Somos espías con una misión a cada paso
Detectives cotidianos
Fisgones con un propósito:
Conjeturar

Y nuestra arma es el ojo
La habilidad para el cálculo
Los celulares con cámara.


Conjetura #62 ¿Qué está escuchando la nuca ésta?

Ficha Técnica:
Nuca.
Atrás de ella un tipo
31 años. Alguno más, alguno menos.
Colectivo 84.
Un jueves cualquiera
15hs.























Con los pocos, poquísimos, datos que tenemos, conjeturamos:

Camisa tipo “Fantino”:
Arrugada
Vive solo. Puede tener novia o estar conociendo a alguien, pero definitivamente esa mañana no amaneció con una mujer.
No porque la mujer TENGA que plancharla, en absoluto. Pero sí porque ellas se fijan en esas cosas, y si existiera una en su vida, (en su casa, esa mañana, y por más que no tenga confianza) le hubiera advertido sobre el papelón en cuestión.

Auriculares blancos:
Camisa arrugada, decíamos, sí, pero no cualquier camisa. Cuida medianamente su estética. Abusa del blanco, no llega a Alan Faenísmos, pero se le anima a esos toques de estética que rozan lo metrosexual. Que por otro lado hace un juego tonal bárbaro, ¿no? Ya con 11 años usaba jeans nevados mientras escuchaba la Z-95 con el Bebe Sanzo. Legado de su hermano mayor que estaba en la pomada. En su adolescencia, con leñadores y pantalón Mango, iba a bailar a “Dimensión”, a “City hall” y a “La Embajada”. Hoy mira con cariño los mocasines blancos impolutos pero “todavía no es el momento”, siente.  

Incipiente pelada:
La cuestión capilar lo mantiene en alerta. Esa barba de unos días que asoma
—cuidadosamente desprolija— viene a compensar. No lo decimos nosotros, hay estudios muy serios que indican que el hombre de pelo grueso, abundante y negro desprende más hormonas receptadas por las mujeres. Es una cuestión natural, biológica. Por supuesto él no lo hace conscientemente.
Pero si el pelo escasea en la cabeza, debe tenerlo en alguna otra parte del cuerpo. Este caso, la cara.
Compra a escondidas shampoos y todo tipo de productos para prolongar lo más posible ese proceso que le tocó en suerte: La calva. Para eso va a Farmacity que sin duda al ser el mega supermercado del medicamento logra el anonimato que necesita para ocultar el tratamiento.

Veredicto: 
Por todo esto y por algo que nos dicta el universo mismo Conjeturamos que la persona tras la nuca está escuchando “Basta de todo” programa de la radio Metro. Con Matías Martin, Cabito y Diego Ripoll.