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26 junio 2015

Yo Filmé Porno: Capítulo 4

Capítulo 4: Fresco y Batata / Una morocha divina / El guardaespaldas enfiestado

Empecé a buscar locaciones. Me pagaban más.
Salía a la media tarde y recorría posibles escenarios: locutorios, heladerías, kioscos. No entraba de una, miraba a ver qué onda, que no hubiera mucha gente, tanteaba.
Cuando una me cerraba, por ejemplo, una gomería. Entraba. Mi speech consistía en hablar normalmente y decir que era de una productora, que estábamos buscando una gomería como esa, le contaba las condiciones, la plata que le podíamos pagar, el horario, etc. Sin mencionar de qué se trataba la filmación. Si todo esto estaba más o menos bien, ahí sí, hacía un silencio, y le decía: “Y bueno... lo que tenemos que filmar son... videos porno”. Cuando le dije eso al flaco de la gomería —que ya había sigo buena onda— se volvió loco, me dio un golpecito con la parte de arriba de la mano en la panza, y lanzó un “¡Me estás jodiendo!”. Yo me reí y le dije que no. Lo que antes había sido buena predisposición, ahora era devoción. Dijo que sí, que lo hiciéramos, que no había ningún problema, que lo llame en cualquier momento, que sí, que podía, que estaba todo re bien.
Listo. Teníamos locación.
Fuimos a filmar a la madrugada, hacía un frío de la san puta.
Íbamos a hacer dos videos: había dos chicas y dos tipos que eran taxi boy, uno más inflado que el otro. No podían coordinar una idea. No sé cómo hacían para caminar y respirar a la vez. Yo me trepé con la cámara sobre un escritorio que estaba arriba de no sé qué, y filmaba todo bien picado. Una escena se hacía apuntando hacia una montaña de gomas y una bañera (que se usaba para detectar pinchaduras). El flaco no podía, no se le paraba. Posta, es re jodido. De los 20 videos que habré filmado a la mitad no se le paró. Y más con ese frío, te la regalo. Entonces la mina le ponía el pecho, y la boca. Se metieron los dos en un bañito (para que el flaco se relajara en la intimidad) y se la empezó a chupar para que se le pare, volver al set y poder filmar. Ahí es donde digo que el chabón tenía todos los caramelos pegoteados. Yo me quedé ahí arriba, colgado, esperando, y de refilón escuché lo que pasaba en el baño. Se ve que la mina hizo bien lo que tenía que hacer porque el flaco quería acabar. O, sea, el flaco quería acabar ahí, ¿entienden? Ella le decía que no, que tenían que ir a filmar, que para eso se la estaba chupando, no por otra cosa. Pero el flaco, que tenía un Playmobil en la cabeza no entendía, quería acabar y punto. Un fenómeno. La mina, que sí tenía sentido común, paró justo, salió del baño y fue para el set. Ahí después el chabón la siguió y pudieron filmar, más o menos algo decente.
Con la otra escena pasó algo más o menos parecido: a la chica, de unos 25 años, le había divertido filmar, estaba exultante, le preguntó al otro taxi boy —después del acto frente a la cámara— cómo había estado, qué le había parecido (era la primera vez que filmaba). Y el tipo no sé qué cosa balbuceó. Le acababa de dar bomba a una morocha divina, tenía la piel color café con leche, suave, de pelo corto y con esos positos que se forman al lado de la boca por la risa, era divertida, linda, una belleza, y el chabón este no podía hilar un mínimo de respuesta coherente. Por favor, eran Fresco y Batata los taxi boy.
Eh... sí, la mina me gustó. No voy a esquivar el asunto. Fue la única vez que en el momento de la filmación me pasó algo más o menos, parecido a la “calentura”.
Después de ahí yo tenía que bajar el material en lo del Ruso. Era un día de semana, serían las 3 de la mañana. Fuimos con mi auto, el productor y yo, y no sé por qué también vinieron las dos chicas. Los mamotretos de los taxi boy se las tomaron.
El productor iba enfiestado, como yendo a una fiesta electrónica. Yo, aunque no pareciera, estaba trabajando, tenía varios de miles de pesos en la cámara, no podía boludear.
Llegamos a lo del Ruso, que estaba esperándonos, y su guardaespaldas estaba mirando televisión, como siempre. No hablaba, ni se movía. Yo fui con el Ruso al estudio a poner a bajar el material en la computadora.
Pusieron música, el Ruso le quería dar a una de las chicas, a la más grande, y el productor chamuyaba con la otra. Pero la mina ni bola, era copada pero si no le cabía, no le cabía. Tomábamos cerveza y hablábamos.
En eso, el guardaespaldas se levantó del sillón de un cuerpo que estaba frente al televisor y nos llamó al Ruso, al productor y a mí. Nos metió en la cocina, cerró la puerta, agarró una botella de un vodka bueno en serio, sirvió cuatro vasitos, dijo algo en perfecto ruso y los cuatro hicimos fondo blanco. Yo no sé si quería, pero tomé. Volvió a servir, nos habló de cerca a cada uno, a la vez que nos agarró la cabeza con su brazo ancho como el tentáculo de un pulpo gigante. Volvimos a dejar los shots vacíos. Gritó algo, se empezaba a poner colorado, luego se rió, nosotros nos reímos. Yo de nerviosismo, los otros no sé. La puerta se abrió, y salimos. Gracias a Dios. Igual se empezaba a notar un perfil bonachón en el guardaespaldas, pero no podía descifrarlo con exactitud. Era como ver una película rusa sin subtítulos. Quizás algunos gestos sacás, pero vení a contarme la trama.
Estaba todo bien, sabía que estaba viviendo un momento como para contar, pero no conocía a todos, no sabía bien lo que podía pasar. Como que cuando terminara de bajar el material, me mandaba a mudar.
Mientras tanto el Ruso seguía persiguiendo a una de las chicas. A la más grande, tendría 30 años largos, tenía hijos, una casa. Ella medio que se resistía, se tenía que ir, no paraba de repetir que tenía que ir a despertar al hijo para llevarlo al colegio. Pero no se iba. Y no lo hacía de barrilete, lo hacía porque sabía como eran las cosas. Sabía que el Ruso le podía dar trabajo y mucho, y muy bien pago. El Ruso también sabía, y abusaba de esto.
5:02 El Ruso correteaba a la mina.
5:31 Ella le seguía la corriente, charlaban. El Ruso la chamuyaba como si estuviera en un boliche. Quizás le gustaba de verdad y no era una mera calentura. Peor todavía.
5:45 El Ruso repetía suavemente, nunca con violencia: “Y bueno... que falte hoy al colegio”.
La violencia estaba en otro lado. Yo no me hago el puritano, pero no lo podía creer. Quizás estuve en alguna situación de poder por sobre otra persona, pero al verlo de afuera tan claramente, me daba asco.
Listo, el material terminó de bajar. “Yo me voy”, dije.
6:02 Bajamos todos.

El Ruso y la chica se pasaron los contactos.

La chica se fue. Jamás supe si llegó a despertar al hijo para llevarlo al colegio.

Tampoco sé si se llamaron o si trabajaron juntos.

El Ruso siguió filmando videos pornos.

A mí me quedaba poco.


Sebastián Culp
2015.

25 junio 2015

Yo Filmé Porno: Capítulo 3

Capítulo 3: La fantasía de un motoquero

Las chicas eran amigas del productor, que era medio dealer en boliches. Las conocía de páginas de escorts, y esas cosas. Todo re legal y limpio. Las chicas eran escort, los tipos —en su mayoría— taxi boy, muchos no entendían nada. Metían el pito adonde les decían que tenían que meterlo. Cogían como quien le da a un cacho de bife de lomo. Quizás se debía a que fueran gays, casi seguro que lo eran, o al menos bisexuales, pero lo hacían sin alma, sin ganas. Como quien come sin hambre.
No pasaba nada en esas escenas. La idea del erotismo o de lo sexual estaba en otro lado, muy lejos, a kilómetros.
Una de las pocas cosas buenas que hizo el productor fue llevar a sus amigos en lugar de algún taxi boy. Tipos comunes, no los supuestamente trabajadores del acto sexual: los entrenados, los musculosos y viriles, sino cocineros, kiosqueros, oficinistas, remiseros.
Un día llamó a un amigo que era motoquero de mensajería. Llegó de laburar, se dio una ducha y se fue a filmar una escenita. Estaba loco el chabón. No lo podía creer. Yo estaba en una escalera con la cámara apuntando hacia abajo. El chabón, re sacado. La mina más fría que los huevos de Disney. No pasaba nada, pero el chabón volaba. Era su fantasía más grande. Su aventura más loca toda junta ahí, en la punta de la chota. Empezaron a garchar, el flaco le daba besos en la boca, en la cara. Ya era su novia. La mina, que no se quejaba, tampoco demostraba placer. No demostraba nada. Les juro que ni se me atontó la pija, era más sensual ver el Gourmet a las 4 de la tarde.
Yo estaba con la cámara en el descanso de la escalera, entre dos pisos, me quedaba para chequear que esté todo bien, que una pata del trípode no se deslizara y cayera de trompa mi herramienta de trabajo. Miraba a través de la cámara, pero también miraba la escena sin el visor de por medio.
De pronto el motoquero le dice algo al oído a la mina. Algo que obvio no llegué a escuchar. No estaba tan cerca. La mina no reaccionó, el tipo reincidió. La mina, que se movía por el bombeo del garche, saltó y dijo: “Noooooo, no voy a hacer eso”. El chabón, que estaría llegando a destino, se empezó a poner loco, le daba duro, fuerte, la mina apenas gemía, apenas daba grititos muy fofos. Bombeaban fuerte, le daba contra la pared, ella de espaldas, el flaco volvió a decirle algo al oído, le susurró. Ok, es un perverso (o bueno, todos quizá tengamos algo de eso, pero la onda es hacerlo con alguien que sepa y/o le guste, recibirlo). Acá la mina lo miraba con asco. Tenía la pija del flaco adentro, y le daba asco. Pero seguía. Tenía que seguir. Era su trabajo. Seguía recibiendo todo su sexo. Les juro que yo por momentos me iba al piso de arriba, los dejaba garchar solos.
Quería presenciar algunas escenas, no les voy a mentir, me daba curiosidad o morbo, o las dos cosas, pero ya no. Esto era un “tanto no quería saber”. Deambulaba por el piso de arriba, a la espera de que el flaco terminara. Digo el flaco, porque la mina estaba a leguas de algo parecido al placer. Cada tanto me acercaba a la cámara y chequeaba.
El tipo insistía con hablarle al oído y la mina seguía negando. “¿Qué carajo le pedirá?”, pensaba. Pero a él no le importaba nada, estaba cabalgando por las colinas de su más grande fantasía sexual, y estaba llegando a la cumbre. Bueno, llegó, listo, a otra cosa. La mina se fue a cambiar y el productor estaba contento, la escena había funcionado bien. Su amigo estuvo perfecto. Me preguntó a mí si salió todo bien. Le dije que sí. El amigo, devenido en estrella porno, estaba todo transpirado, todavía no lo podía creer. Esa mañana se levantó como todos los días, fumó un porrito y se fue a manejar la moto… y mirá cómo está ahora, con los pantalones bajos y un forro colgándole de la pija. Se reía, estaba radiante. Agotado de todo el día, pero feliz. El productor lo miró y le dijo: “¡Qué polvazo te echaste, hijo de puta, eh!”.

Sebastián Culp
2015

23 junio 2015

Yo Filmé Porno: Capítulo 2

Capítulo 2: Estoy en Poringa

Empecé a presenciar los videos. No recuerdo cuál fue el primero. En serio. No, en serio, en serio. Posta, no me acuerdo. Bueh, no me crean.
Para amortizar o, mejor dicho, para multiplicar su ganancia el Ruso metía dos o tres escenas en el día. O sea, dos o tres videos. 
Esto es: un día, una cámara, una locación, varias chicas, varios actores = Varios videos = Varios miles de pesos —que seguro serían dólares—.
Un solo edificio de oficinas del centro podía ofrecer tres espléndidas escenas:
una en las escaleras, entre el piso 4to y 5to; otro en el ascensor; y otro en el palier, tapiando con una tela negra la puerta de calle, claro.

Las chicas tenían que ser distintas cada vez, pero como a veces el “productor” no llegaba a convocarlas —o no sé qué pasaba— debían recurrir al disfraz. Una chica que había actuado la semana pasada en el video de la heladería había sido convocada para este, en el edificio. Pero no importa, unos anteojos de sol, una gorra visera y listo, es “otra persona”. Una luz el productor, eh.
En la escena del ascensor actué yo. No, no es lo que piensan. Había plantado la cámara de manera tal que enfocara hacia el ascensor. Dejé grabando y bajamos un piso con el tipo y la mina. Acto seguido, subimos hacia el piso en cuestión, ahí yo debía bajar, abrir las puertas, saludar, cerrar y salir de cuadro. Por alguna razón, el tipo debía volver a abrir las puertas y dejarlas de par en par, mirar hacia ambos lados, y sin más arrinconar a la mina —que no sé si debía resistirse o no—. La cosa es que después de más o menos 3.5 segundos ya estaban garchando. Listo, la ilusión estaba creada. Y yo había tenido mi primer bolo en una película porno.
El productor había conseguido ese edificio de oficinas porque vivía cerca y conocía al encargado: un viejo, con el pelo mojado, peinado para atrás bien tirante, anteojos y esa cara de “recién me levanto de dormir la siesta, mejor no me hables”. La supuesta cara de orto no correspondía con su estado de ánimo real. Estaba exaltadísimo con la novedad. Hacía todo lo que le pedían, ayudaba en el “set”, etc. Y cuando la situación daba se quedaba mirando la escena.
En una de esas, mientras esperábamos a que una chica se preparara, el encargado se me acerca y me codea diciendo: “Qué barbaridad esos que filman películas con nenas chiquitas, ¿no?”. Lo decía en claro repudio, pero había un gesto muy oscuro y perverso en esa cara, como que intentaba tirarme de la lengua. Me dio un asco tremendo. No sé qué cosa le balbuceé y seguí con lo mío, mientras pensaba: “Ah... qué lindo ambiente este, la re concha bien de la lora”.

Nota: Un amigo —mucho tiempo después— me llamó desesperado porque buceando en una página de índole pornográfica me vio en un video bajando de un ascensor.
“Mamá, llegué. Ah, no, pará, mamá no mires eso, no, ¡nooo!”.

Sebastián Culp
2015

19 junio 2015

Yo Filmé Porno: Introducción / Capítulo 1

Introducción
Durante varios años trabajé como camarógrafo freelance. Tenía una cámara, un trípode y salía a la guerra a filmar lo que sea: Bar Mitzvah; casamientos; cumpleaños de 50 de algún ricachón en un country; carreras de caballos; no-partidos de fútbol de Independiente (filmaba a la tribuna al mejor estilo “El Aguante”); carreras de autos en la loma del orto; recitales copados a 5 o 7 cámaras en Obras para el DVD oficial de esa banda; el Personal Fest de no sé qué año; o el festival “30 años de Punk”, donde me mandaron a filmar a la fosa por mi altura. Qué linda la fosa, justo entre los músicos y el público. Justo-justo para recibir las ofrendas que esa cultura acostumbra a entregar a sus ídolos: garzos.
Pero mayormente la pasaba bien.
Un día un amigo me llamó para unas jornadas: “Filmar porno”, me dijo sin vueltas.
Ahá, ok. Cómo no.
Fui a un bar. Hablé con un pibe, el “productor”. Lo pongo entre comillas porque en realidad era un pibe de la noche, mucha pastilla, mucho boliche, que conocía prostitutas pagas, taxi boys, y era amigo del “director”, bueno, del tipo que encargaba el trabajo.
Ah, claro, lo que hace un productor, ¿no?
Bueno, la cosa es que no eran películas porno, lo que uno dice Películas Porno, eran más bien “videos”. Y no videos así nomás, sino que había que emular videos de cámara de seguridad. Hermoso.
Cámara de seguridad de palieres de edificio; cámara de seguridad en heladerías (que obvio todo, ¿no?); en gomerías; en oficinas; en ascensores, en locutorios y gimnasios.
1 locación.
1 chica.
1 tipo.
1 cámara.
1 productor.
Y listo. El “director” ni iba. ¿Para qué? Era todo con luz natural, con cámara fija, un solo plano secuencia. (Un plano secuencia, Dios, Hitchcock se está estrangulando los dos huevos en la tumba con una “Soga”). No había que marcar la intención de la escena, ni repasar la letra, ni nada. Era porno sin sonido, sin tamaños de plano, ni movimiento de cámara, ni... era porno, punto.
Yo iba a la locación, plantaba la cámara bien alta, le ponía un lente angular para dar más sensación de “lejanía”, le daba al botón de Rec y me tenía que ir.
Sí, las primeras veces me tuve que ir del “set” porque las chicas querían estar a solas con su partenaire. Está perfecto. No pasa nada. O sea, está todo bien.
Las primeras veces, después eso cambió.
De eso se trata esta historia.
De mi estadía por el mundillo del porno.
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Capítulo 1: Un “virgo” en tierras desconocidas

El primer día.
Me citaron a la 1 o 2 de la tarde de un sábado.
Lugar: Microcentro. Un edificio de oficinas.
Me encontré con el productor en la puerta.
Demasiado limpio.
Demasiado bañado y perfumado.
¿Qué onda?
Subimos al edificio, a las oficinas. En el ascensor el pibe se iba acomodando la pija por adentro del pantalón. Tenía hasta las cejas depiladas y el pelo con gel.
“¿Este es el productor?, ¡este va a garchar!”, pensé.
Bajamos en tal piso. Las oficinas estaban en total funcionamiento, había carpetas, papeles, pero ahí, un sábado, estaban desoladas. Era un lugar común, amplio, con varios escritorios y después oficinas chicas, onda de gerentes o algo así.
Nos había cedido el paso a las oficinas el encargado, el tipo que las cuidaba.
Lo que sospechaba, no me pude quedar, ni filmar. Planté la cámara en una oficina chica, con un escritorio y una computadora. Puse el tape, hice los balances de blanco, desplegué el trípode bien alto, le di rosca al lente angular y listo. Solo faltaba poner “Rec”.
—Buenoo... ...— me dijo el productor.
—Ok, me voy— dije yo.
Me fui a “hacer tiempo”.
Ni me acuerdo qué hice.
Volví a las 4 o 5 horas.
Había movimiento en la oficina.
Estaban los actores, el productor y el director (cómo era la primera vez fue) y alguno más que no sé.
El director y dueño del proyecto era ruso. Y le decían “Ruso”. No “Ruso” de Villa Crespo, Ruso de Rusia, de Moscú. Era grandote y rubio, abusaba de pantalones blancos, de cadenitas de oro y masticaba chicle todo el día.
Me lo presentaron. Hablaba en un castellano rasposo, pero se hacía entender bien. Era entrador, gracioso.
Charlamos dos segundos. Estaba ocupado.
Fui a agarrar mis equipos que estaban en otro rincón de las oficinas, habían filmado varias escenas. La cámara había quedado en un plano que era un insulto. Torcido, mal plantado, feo. Sé que muchos toman el porno como un arte y está bien, pero no todo el porno es arte. Este no lo era. Esto era gente cogiendo adelante de una cámara fija, y está bien. Ellos buscaban eso.
Las chicas salieron del baño: una petisa que rajaba la tierra. La otra, era la doble de Mariana De Melo. Se estarían limpiando, pensé. Y no es que tenga la mente podrida, era obvio.
Mientras guardaba mis cosas veía el “set” y no pude evitar pensar: “Acá trabaja gente. El lunes va a venir un pobre infeliz a completar mil planillas de Excel a esta oficina, como si nada, sin sospechar que el sábado una petisa estuvo en cuatro patas garchando sobre su escritorio para una película porno”.
Y lo más gracioso de todo —pienso ahora— jamás lo va a saber.
Mientras guardaba todo, vi que había un tipo más ruso que el Ruso. Era más ancho y más rubio. Con la cara más dura y los ojos entre atentos y aburridos. No emitía sonido. Dejé de mirarlo, por las dudas.
El productor me dio los casetes con lo filmado y me encargó que baje el material a DVD. “Ah, ok, ¿me das el material a mí?, dale, no hay problema, yo me encargo”.
Saludé a todos con un gesto y me fui. Claramente era un forastero, era un “virgo” en tierras desconocidas.
En la semana hice la bajada del material y lo llevé a las oficinas del Ruso: un departamento cualquiera del centro. Un lugar que aparte de funcionar de centro de operaciones era su casa. Me muestra mínimamente su estudio y me comenta de qué va todo esto. Me comenta que un portal de afuera le encarga el trabajo. Él tiene que filmarlo, editarlo (muy mínimamente) y subirlo a la web. A las chicas que —muchas de ellas— no quieren aparecer en la red (porque no son actrices porno declaradas, sino trabajadoras sexuales) les dicen que es para un portal ruso, que por más que googlees y recontra googlees acá, en Argentina, no aparece nada relacionado con ellas.
Genios del “chamuyo”. Es internet, maestro, ¿cómo no va a aparecer? En fin.
Charlamos con el Ruso, todo bien. Vimos el material por arriba. Le gustó como filmaba mi cámara y supongo que le caí bien, porque me encargó varias jornadas más.
La plata era buena. No una locura, pero era buena. Y tenía mucho laburo para pasarme.
Saliendo del estudio, pasamos por el living y vi al otro ruso, el ancho y serio. Estaba sentado frente al televisor mirando algo a todo volumen. No emitía sonido, y en ningún momento giró la cabeza para ver qué pasaba, quién era yo, ni nada.
El Ruso me dijo riéndose y masticando chicle: “Es mi guardaespaldas”.
“Ahhhh, ok, tenés guardaespaldas... No, está bien, qué normal todo”, pensé mientras me iba y aceptaba el trabajo.

Nota I: Sinceramente no me quedé con el material. Lo vi, claro, tampoco es cuestión que venga acá a mentirles, lo vi, sí, pero no hice copia.
Nota II: Sí, el productor esa tarde garchó.

Sebastián Culp
2015

11 junio 2015

Corte de pelo nuevo

Hace un tiempo ya, me corté el pelo. No tenía ¡wooo, qué pelambre! Pero estaba bastante crecido. Mechas largas por adelante, estiradas con un fino peine a modo de lengüetazo de vaca loca, y rulos, ondas, o “cualquier cosa” por atrás. La verdad que no era un muy lindo corte. Algunos me lo decían. Y tenían razón. Era el mismo corte que traía desde los 20 años y tenía —al momento de cortarlo— 33. No daba para más. Creo que era un poco de rebeldía y otro de vagancia. Porque me cortaba el pelo yo. Rapidísimo. Me miraba en el espejo, lo veía más largo que lo de costumbre, agarraba la tijera y 7.5 minutos después, listo.
Bueno, un día la mamá de mi novia me dice al pasar: “¡Por qué no te cortás el pelo!”. Lejos de ser una orden o una pregunta (en forma de pregunta hubiera sido devastador) fue una invitación a la reflexión. En la semana no volví a pensar en eso, claramente estaba negado. Hasta que un día me dije —y sin recordar lo que me había dicho la madre de mi novia— “Che, ¿y si me corto el pelo?”.
Bueno, luego de meditarlo en la bañera, el inodoro, el videt, y la bañera de nuevo. Luego de evaluarlo, de “hacerme la idea”, de… Sí, soy un poquillo lento para tomar algunas decisiones, ¿pero qué quieren?, conviví con esa cabellera más de 10 años. Era parte de mí. Ese pelaje vio caer las Torres Gemelas, vio nevar en Buenos Aires y nos vio perder sistemáticamente 3 mundiales. No era moco de pavo. Pero bueno, finalmente me hice fuerte: fui a la peluquería. Una de unos locos sobre Gaona, con música electrónica al palo, botellas de fernet de adornos y gigantografías de Los Auténticos Decadentes. Le dije al peluquero lo que quería: “No sé lo que quiero”. Insistí: “Pero lo quiero corto a los costados y atrás y con una ‘fantasía’ arriba”. El chabón se río de compromiso, lo cierto es que me miró como de lejos, estando cerca. Imaginate. Hizo lo que tenía que hacer dejando una ‘fantasía’ arriba. El resultado fue impresionante. Me miré al espejo y no podía creer lo que veía. Casi que me transo, no exagero. Volvimos caminando con mi novia que hasta ese momento no sé cómo estaba enamorada de mí. Se reía, esa risa nerviosa o de diversión excitante, y no paraba de decirme que me quedaba genial. Fuimos a mi casa y confeccionamos unas fotos para la posteridad.
La cosa es que después, poco a poco, empecé a notar que la gente me miraba con mejor cara. Ya no era una amenaza para las viejas chotas, ni para los miedosos de la calle. Me dejaban subir primero al colectivo; las mujeres me miraban como desde abajo, directo a los ojos, cuando caminaba por la calle; la que cobraba en el Pago Fácil me sonreía; la gorda de la panadería me daba un miñoncito de más. La sociedad entera había cambiado por completo su concepto de mi persona. Ahora parecía uno más, uno de ellos. Como si de alguna manera el pelo faltante me estuviera dando poder. Como Sansón pero exactamente al revés. Al comienzo me dejé deslumbrar por este superpoder, lo usaba para mi beneficio. Comí mucho pan gratis, pagué más rápido las cuentas y garché más que en la adolescencia (no creas todo lo que digo acá, mi amor, los lectores me exigen aventuras, están sedientos de fábulas, no soy yo, son ellos). Pero no tardé en llegar a la etapa de enojo virulento contra la sociedad toda. Mi rinconcito punk anti-sistema me llevó a odiarlos, a que me den asco: “Ahhh, ahora que tengo el pelito prolijo, te gusto ¿no? Careta de cuarta”, pensaba. Así pasé unos 17 días y medio. Mas luego llegó la etapa de reflexión, donde pensé en todas las trabas internas que me habían mantenido adormilado en la vida, entre ellas conservar como un tesoro el mismo, aburrido y horrendo, corte raya al costado-chatito-largo adelante y despeinado atrás.
Luego de esa epifanía ya no pasó más nada. Fue puro devenir. Pero extrañamente la vida empezó a mejorar. Empecé a colaborar en diferentes revistas y portales escribiendo; hice un viaje impresionante a la concha misma del mono; empecé un proyecto gigante de una revista de humor impresa que ya lleva tres años de existencia; conseguí un buen trabajo freelance —que ahora se transformó en el trabajo fijo que soñé toda mi puta vida—; y ahora, hará unos 25 minutos, acabamos de reservar nuestro primer departamento con mi novia.

Pero una cosa llevó a la otra.

Ahora empecé con la barba —que también venía desde los 20 años—, me corté la chiva y me dejé un tupido bigote de actor porno de los 80. Después me dejé crecer todos los pelos de la cara, una barba completa y más luego —Google mediante— me hice un bigote de motoquero, onda el de Lemmy de Motorhead, y ahora voy por más. No puedo parar, soy un adicto al cambio, al hacer. Estoy barajando nuevos proyectos: Un bigote Chaplin; un Cantinflas; dejarme las patillas rockabilly; afeitármelas completamente; un Ron Damón; un Mario Bros; hacerme un fino y alargado bigote Dalí con miel y que me llegue hasta los ojos, y más, Más, MÁS.    

Siento que no hay límite: Una vez que empezás a cambiar, no podés dejar de hacerlo.

Sebastián Culp
2015