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10 julio 2015

Nada más frívolo que la estúpida Alegría - Parte 3

Por Lucila Yañez

Toqué algunos acordes sueltos a modo de acompañamiento del discurso conmovedor que improvisé con el objetivo de pedir disculpas por mi torpeza.
Disculpas que fueron amenamente aceptadas, excepto por Olga que decidió ir a recostarse por un instante.
Luego de un silencio algo incómodo y prolongado les comuniqué que tocaría una pieza especialmente compuesta para ellas.
Una de esas desconsideradas cacatúas, ni aunque lo intente podría recordar su nombre, preguntó cómo se llamaba la canción.
Probando las cuerdas y casi murmurando dije “Mis encantadoras amigas del té de los martes... menos Alegría”.
Alegría irrumpió en un convulsionado ataque de tos al atorarse con una de las masitas que ella misma había preparado para esa tarde.
Antes de que esa desdichada pudiera decir algo al respecto arremetí con las cuerdas del arpa.
En medio del avatar supe mirarla de reojo, estaba bebiendo un sorbo de agua para mitigar el ahogo.
El resto de las mujeres observaba expectante mi rutina.
Era espectacularmente liberador.
El tema musical explotaba frente a sus ojos.
Era fantástico.
Mis dedos se movían al ritmo de aquella armonía rabiosa.
Fue espléndido.
Fue espléndido hasta que, de un momento a otro, mis uñas comenzaron a salir proyectadas de mis dedos cual estrellas ninjas, por sobre el minúsculo auditorio.
En un principio no lo noté, inmersa en un frenesí insostenible continué ejecutando el instrumento.
Con tanta pero tanta mala suerte que cuando Olga regresó al living, tras escuchar los gritos y las risas, recibió un impacto de uña en uno de sus ojos.
Alegría se vio obligada a abofetearme para que dejara de tocar, entre tanto, las demás asistían a la recientemente devenida en tuerta.
Pasados tres meses alguien me dijo que Olga había sufrido un severo desprendimiento de retina.
Por supuesto, ya nunca volvieron a invitarme.
¿Y todo por qué?... por culpa de la impertinente de Alegría.
Siempre esa maldita Alegría.
Apelé a todo para que me viera feliz, pero la felicidad ajena la corroe.
A veces siento pena por ella... ¡es tan tristemente frívola la pobre!

Fin.

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