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09 julio 2015

Nada más frívolo que la estúpida Alegría - Parte 2

Por Lucila Yañez

En medio de la vorágine del acto de manicuría ubiqué la diminuta uña del meñique en el dedo índice derecho y viceversa. A veces todavía me pregunto en qué estaba pensando.
Puedo jurar que era casi imperceptible... pero la intratable de Alegría tenía que regocijarse con ese fatídico error.
Todo empeoró de manera rotunda cuando me sugirió que aprovechara las paupérrimas virtudes del pegamento y, simplemente, las arrancara devolviéndolas cada una a su lugar.
Creo que empalidecí.
Una gota de sudor frío recorrió con agilidad mi espalda.
Era obvio, Alegría no sabía que yo había utilizando un pegamento universal que una vez que pega... nada, pero nada, lo despega.
Como acto reflejo balbuceé que era una elección estética personal y a conciencia.
Alegría hizo un esfuerzo descomunal, debo reconocerlo, para contener su risa, de hecho, sus hombros temblaban discretamente, sus ojos se humedecían sin control, pero lo que valoro es que su boca permanecía rígida, inmóvil.
Tuvo que arruinarlo al preguntar con fingida ingenuidad por qué en la mano izquierda no había alterado el orden de las uñas.
Me sentí perdida y no lo puedo aseverar pero creo que atendí el teléfono sin que haya sonado, sólo para dilatar o evadir este maldito asunto que me ponía en ridículo frente a Alegría.
Mantuve una charla prolongada y bastante amena con el tono.
Por pudor, evité observar a Alegría mientras me pavoneaba junto al teléfono.
Conversé durante tanto tiempo que cuando corté y volteé para ver su expresión, Alegría ya no estaba.
En ese momento de intimidad contemplé mis manos.
Intenté despegar la pequeñísima uña de mi dedo índice, pero se volvió imposible.
Coloqué mi dedo bajo el caudal de agua tibia pero, por desgracia, esto era irreversible.
Sucedió a fines de octubre y yo, ridículamente, aún usaba guantes en público.
Semanas después me supe ganar el apodo de “eremita” entre Alegría y las demás ignorantes del té de los martes.
Comencé a callar durante las reuniones por sentirme, en parte, juzgada.
Ellas se mofaban al verme merendar con los guantes puestos. En realidad era un estúpido placebo, nunca supe por qué lo hice... Alegría se había encargado personalmente de relatar una y otra vez, cada perverso martes, la anécdota de mi sesión de manicure.
Con el correr de las reuniones entendí que debía volver esa peculiaridad a mi favor, y así lo hice.
Estaba dispuesta a recuperar la alegría que Alegría había arrebatado de mis manos.
El primer paso fue presentarme un martes al descubierto, sin nada que ocultara mis extremidades.
Sigo recordando el rostro estupefacto de Alegría y aún hoy continúa generándome la misma satisfacción que en aquel mismísimo momento.
Durante ese evento fui un ángel.
Me lucí abriendo con el filo de mis uñas los complejos cierres de los recipientes de queso untable, también los díscolos paquetes de galletitas que poseen ese patético sistema de apertura con la demoníaca cinta roja, que nunca logra realizar el recorrido completo de abertura.
Pero el gran acierto, o lo que creí que sería el verdadero y magnífico acierto, fue comprarme un arpa.
De inmediato, tomé clases con un talentoso profesor paraguayo.
Nunca lo comenté con ellas, sería una sorpresa increíble.
Luego de la sexta clase estuve preparada para componer un tema.
Tema que, lógicamente, titulé “Mis encantadoras amigas del té de los martes... menos Alegría”.
Mi maestro dijo que el título era algo polémico, yo estimo que se refería a que resultaba algo extenso. Honestamente, no me importaba.
La hora de la venganza había llegado.
Consideré que la situación lo ameritaba y, por primera vez, me pinté las uñas con el esmalte color morado mora.
Pasé la noche en vela junto a mi arpa, practiqué una y otra vez.
En ocasiones llamé al profesor en medio de la madrugada para que me escuchara y aconsejara. Todavía había compases que me generaban duda.
Durante el día decidí tomar un baño de inmersión para aliviar tensiones y relajar las manos que, para ese entonces, estaban entumecidas.
Dormité en la tina hasta que por fin desperté.
Me vestí, maquillé y peiné.
Limpié con cuidado y guardé el instrumento en su estuche.
Telefoneé por última vez a mi maestro.
Y digo por última vez porque el muy grosero hilvanó una serie de enérgicas palabras en guaraní permitiéndome intuir que no me estaba deseando buenos augurios para mi performance vespertina.
Llegué al rutinario té de los martes.
Al entrar con el enorme empaque del arpa no pude maniobrar correctamente y destruí en mil pedazos la impecable y antiquísima vajilla con la que siempre merendamos en casa de Olga.
Mientras todas recogíamos los pocos pedazos que no se habían pulverizado, la dueña de casa permanecía sentada en una silla con la cabeza entre las piernas, recuperándose lentamente de la severa descompensación que acababa de sufrir. Por supuesto, Alegría se descostillaba de risa al mismo tiempo que la abanicaba con un ostentoso portarretrato que enmarcaba el rostro siniestro de un pierrot.
Poco después de ese mal trago, tuvimos que tomar el té por turnos en la única taza que había resultado ilesa del brutal ataque del arpa.
Ahí mismo desenfundé mi arma musical.

Continúa.

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